Desde sus inicios, y a lo largo del tiempo, y el cine ha sido y será una herramienta generacional. En efecto, un altavoz para aquellas personas de una edad determinada que viven en un panorama sociocultural específico. Las películas, por lo tanto, reflejan la realidad y las problemáticas de estos sujetos, expresando de esta forma su perspectiva a la hora de ver el mundo. Actualmente, en pleno siglo XXI, aquellos individuos nacidos a finales del XX e incluso a principios del XXI, estamos proyectando la voz para expresar nuestras vivencias e inquietudes; una nueva vertiente que abre sus brazos para recibir nuevas propuestas que nunca antes se habían planteado en la gran pantalla. Nos encontramos ante el inicio de un nuevo estadio. Estamos presenciando los primeros pasos de la era de la generación Z.

Hemos nacido en un contexto repleto de digitalización, lo que a la larga ha desembocado en un desarrollo cognitivo que dista en cierta medida respecto al de generaciones pasadas. Acostumbrados a la inmediatez y a la accesibilidad instantánea (aunque no tanto como las generaciones venideras), hemos desarrollado como consumidores una tendencia hacia el contenido rápido y fácil de dirigir. Esto, por supuesto, también ha tenido consecuencias en las grandes productoras, que en los últimos años han desarrollado cintas cada vez más masticables y poco obtusas para facilitar la comprensión del espectador y, sobre todo, evitar que esta se desvíe lo más mínimo de la obra. Y sí, esto es cierto, estamos viviendo la era más mediocre y capitalista del cine comercial, donde el fin único es atraer a las masas hacia un contenido fácil.
Esto ha sucedido siempre, evidentemente, pero no podemos negar que en los últimos años los productos comerciales son cada vez más insulsos y azucarados, buscando seguir algún tipo de algoritmo o patrón para captar y retener la atención de los consumidores en lugar de hacer lo que parece lo más lógico: contar una buena historia. Cabe decir que ambas propuestas no son incompatibles, pues se puede contar una historia extraordinaria siguiendo fórmulas comerciales. Sin embargo, es evidente que estos casos son cada vez menos comunes.

Tras todo lo expuesto parece que indudablemente nos encontramos ante la peor etapa del cine, pero lo cierto es que esto es tan solo la punta del iceberg. Aunque a algunas personas les sorprenda, hay cine más allá de Disney. Como he mencionado con anterioridad, el cine, al igual que el resto de artes, es un portavoz generacional. Y aunque en los títulos comerciales también encontramos un reflejo de la sociedad, es en obras independientes donde realmente podemos contemplar el espíritu y el corazón de los creadores.
A pesar de todos los inconvenientes que acarrea la tecnología, es indiscutible que gracias a ella nuestra generación hemos tenido un muy fácil acceso tanto al contenido cinematográfico como a las herramientas necesarias para producir una obra. Esto nos ha permitido ver todo el cine que quisiéramos y, sobre todo, nos ha dado la oportunidad de crear producciones audiovisuales desde nuestra propia casa. Un claro ejemplo de ello fue el auge de plataformas como YouTube en la década pasada, donde muchos jóvenes (y no tan jóvenes) encontraron el espacio perfecto para experimentar, subir sus creaciones y crear una comunidad en torno a ellas. Y esto es algo por lo que las generaciones pasadas habrían matado, pero por desgracia no somos tan conscientes de la suerte que hemos tenido de nacer en una era en la que todo es tan accesible. A raíz de estas ventajas tecnológicas, muchos jóvenes experimentaron desde pequeños, dando pie a un nuevo tipo de cine independiente y a nuevos festivales en los que exponer ante un público y un jurado sus obras.

Es aquí donde se encuentra la esencia de las últimas dos generaciones: millennials y Z. En el cine independiente. Un cine que enfrenta directamente a lo comercial, y que evita sus tópicos y patrones para dar pie a historias repletas de alma y pasión; títulos experimentales que tienen algo nuevo que ofrecer. Las nuevas generaciones han hallado aquí el altavoz perfecto para mostrarle al mundo sus preocupaciones, sus ideas y sus vivencias. Además, este también es el espacio ideal para romper con lo establecido y dialogar sobre temas que durante mucho tiempo se consideraron tabúes.
La generación Z está muy concienciada sobre temas como la identidad sexual, los problemas derivados de la sociedad heteropatriarcal y el acoso recibido por los colectivos. De este modo, en un panorama independiente más libre, con un tono irreverente y reivindicativo y con unos ideales transgresores, las nuevas cineastas están gozando al fin del espacio por el que tanto lucharon, y eso, afortunadamente, se transmite en la gran pantalla.
Títulos como How to have sex (Manning Walker, 2023), que aborda temas complicados como el consentimiento y la presión sexual en la adolescencia, o las dos películas de Ema Seligman, Shiva Baby (2020) y Bottoms (2023), resultan ser un soplo de aire fresco. Nuevos temas, nuevas perspectivas y nuevas identidades que salvo contadas excepciones nunca tuvieron la oportunidad de brillar en la gran pantalla. Es precioso que, al fin, las directoras emergentes cuenten con un mayor abanico de posibilidades en esta industria. Y el cine independiente, guiado cada vez más por voces jóvenes y reivindicativas, parece recibir con los brazos cada vez más abiertos estas historias.

Resulta fascinante, además, que esto esté afectando poco a poco al cine comercial, pues a pesar de los problemas ya mencionados, las grandes producciones son, a pesar de todo, el altavoz más grande y efectivo. Está genial que el cine independiente de rienda suelta a la creatividad de las nuevas voces, pero al fin y al cabo estas cintas raramente suelen salir de su nicho, por lo que, habiendo conquistado el cine independiente, es la hora de que la generación Z acceda a las obras comerciales, algo que parece estar en camino de convertirse en realidad. Exitosas franquicias como Marvel están dando los primeros pasos para crear historias protagonizadas por mujeres, individuos LGBT+, personas racializadas… Y todo esto con una perspectiva cada vez más reivindicativa, pero siempre jugando en terreno seguro y sin posicionarse en demasía. No obstante, sigue siendo un paso adelante, y eso siempre es de agradecer. Puede que todavía quede un largo camino por recorrer, pero al menos el camino ya existe.
No cabe duda de que la generación Z ha llegado para quedarse, al menos hasta que la siguiente nos tome el relevo. Hasta entonces, estas nuevas voces lucharán por ganarse el espacio que se merecen y traerán a las conversaciones más mundanas temas de lo más refrescantes y renovadores. Y este panorama, que con suerte será precioso, nos hace soñar con un futuro mejor. A muchos jóvenes nos habría encantado tener a personajes queer o una mayor representación femenina para identificarnos con ellos. Este ha sido un gran problema con el que las nuevas cineastas están tratando de terminar. Si estos temas que por tanto tiempo permanecieron ocultos salen a la luz, y definitivamente van a salir a la luz, las futuras generaciones crecerán con referentes con los que se podrán sentir identificados. Algo que, tristemente, nosotros no hemos tenido. Tal vez el trabajo de las nuevas cineastas sea capaz de cambiar la industria del cine y construir un escenario inclusivo y reivindicativo. Sería hermoso lograrlo.